miércoles, 4 de agosto de 2010

Una vida llena de habitaciones vacías

Subí a la habitación trescientos cuarenta y tres con el portátil agotado en la maleta y la corbata a medio deshacer. La semana anterior fue la cuatrocientos sesenta y ocho, la de más atrás la seiscientos–no–me–acuerdo. Al principio viajar tanto con el trabajo fue emocionante, era joven y estaba lleno de una vitalidad que me permitía sortear los inconvenientes de las horas eternas en aeropuertos y los meses saltando de hotel en hotel alejado de casa. Últimamente, sentía como mi vida se iba diluyendo en impersonales habitaciones que no me recordarían con el paso del tiempo. Ni siquiera los recepcionistas, las limpiadoras o el conductor del taxi que me trajo desde el aeropuerto, nadie.


En la ducha descarté la idea de asaltar el mini–bar para ahogar las miserias de mi vida en una soledad alcohólica y vacía. Bajaría y tomaría algo con la esperanza de cruzar alguna palabra que otra con algún desconocido en la misma situación que yo: soledad profesional del lobo viejo y cansado, lo comenzaba a llamar.


Esperando el ascensor apareció ella de la nada.


–Hola.

–Hola –el comienzo no fue muy prometedor–. ¿Bajas a tomar algo al bar por casualidad?

–Sí, estoy de viaje de negocios y no tengo nada mejor que hacer.


Apenas me había dirigido una mirada durante la breve charla, era claro que estaba curtida en el mundo de los negocios y los hombres descarados intentando ligar con ella. Había algo más que me gustaba, su actitud era una mezcla equilibrada entre independencia y autosuficiencia, con un toque de “espero que me sorprendas si pretendes hablar conmigo” que la hacía diferente. Las puertas del ascensor se abrieron, entramos juntos. Al intentar ofrecer mi compañía me interrumpió abruptamente.


–Si quieres podríamos tomar...

–¡Esa colonia que llevas es de CK! El bote es blanco y tiene una raya azul claro en vertical.

–Sí, correcto. Es la colonia que usaba tu ex, ¿me equivoco? –por la expresión de sorpresa que asomó en su rostro supe que llevaba razón– Mira, hagamos un trato. Cuando lleguemos a la planta baja tú irás al bar y te pedirás algo de beber. Mientras tanto, regresaré a la habitación para ducharme y poder oler a mí mismo. Entonces bajaré, me sentaré a tu lado y charlaremos de estrategias de marketing, mercados globales, de lo poco que conocemos esta ciudad a pesar de haberla visitado una infinidad de veces en viaje de negocios o cualquier otra conversación trivial que surja para pasar el rato y suavizar un poco esta soledad claustrofóbica. ¿De acuerdo?


El timbre anunció la llegada a nuestro destino, no hubo tiempo de decir nada más. Abandonó el ascensor camino de cumplir la parte del compromiso que acababa de aceptar. En menos de quince minutos me dejaba caer en la silla vacía a su lado en la barra. Por miedo a coincidir con otra fragancia que trajese recuerdos inoportunos decidí no perfumarme en absoluto. Las dos duchas en menos de media hora serían más que suficientes para mantenerme fresco el resto de la noche.


–Me llamo Catherine.

–Yo soy Gary, un placer.


Por primera vez me observó minuciosamente, intentando encontrar la clave de una atracción que a día de hoy seguía latente, diez años después.


–¿Por qué te quedaste en el bar esperándome? –le pregunté en nuestra cena de aniversario después de tomar un par de copas de vino.

–Bueno, no me dejaste muchas más opciones. Además, fue una de las cosas más bonitas que ningún desconocido hubiese hecho por mí hasta el momento.

–¿Darse una ducha? –pregunté pícaro sin poder ocultar un brillo en los ojos potenciado por el Merlot que bebía.


Se echó a reír y así me encontré con aquellos ojos mirándome fijamente de nuevo, los mismos que en aquel hotel perdido lleno de habitaciones vacías, comenzaron a llenar mi día a día.

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