miércoles, 21 de julio de 2010

Lágrimas de gato

De regreso a casa, me planteaba cómo la gente se atrevía a coger la bicicleta en un día como éste, con el viento y la lluvia azotando a cada esquina de la ciudad. Me quedé mirándola mientras luchaba contra el aire y el tráfico en un pedaleo agónico. Me anticipé por décimas de segundo a lo que iba a pasar sin poder hacer nada para cambiarlo: el coche que giraba a la izquierda se la llevó por delante.


Llegué el primero a su lado, la escena se había sucedido apenas a unos metros de donde me encontraba. El conductor fue el siguiente en llegar, en un evidente estado de pánico.


—No te preocupes, la ambulancia está de camino —le dije con la operadora de emergencias al otro lado del teléfono y el remordimiento de no haber podido evitar darme cuenta de los ojos tan bonitos que tenía, a pesar de estar tumbada en el suelo inmóvil.


La gente se fue agolpando a su alrededor en un espectáculo dantesco e innecesario. Ella, apenas hablaba, intentaba tomárselo con calma, nada se iba a mejorar con nervios.


—No debería haber cogido la bici con esta lluvia.

—No te preocupes, todo saldrá bien —por alguna razón, me quedé allí dándole conversación mientras llegaban los sanitarios. No podía abandonarla a su suerte. El conductor daba vueltas en círculos hasta que apareció la policía y comenzó a tomarle declaración.

—Tengo un gato, ¿sabes? Es lo único que dejo atrás si me pasa algo —no podía estar seguro si lo que resbalaba por sus mejillas era la lluvia o las lágrimas, una mezcla de ambas probablemente.

—Nada te va a pasar. Esto es un accidente sin más, en un par de semana estarás como nueva.


La sirena de la ambulancia acalló mis consuelos de golpe. Le inmovilizaron el cuello con un collarín y la subieron utilizando una camilla.


—¿Es usted familiar directo? —increpó el paramédico ante mi intención de acompañarla.

—No, yo pasaba por aquí.

—Me temo que no puedo dejarle subir.


Oculté mi decepción al ver a uno de los policías acercándose a mí.


—¿Le importaría contarme qué ha pasado?


“Creo que me he enamorado”, pensé.


—Sí, claro. En realidad no hay mucho que decir.


En menos de diez minutos había terminado con él. Entonces fue cuando reaccioné: no sabía a qué hospital la habían llevado. Subí en el autobús directo al hospital general, no tuve suerte. En la recepción a urgencias me dijeron que había por lo menos quince ciclistas atropellados en aquel momento y que, sin un nombre y un apellido, no me dejarían entrar. El cielo estaba más gris que de costumbre, como si una terrible maldición se cerniese sobre mí.


Después de recorrer cuatro hospitales más sin suerte, regresé a casa. Pensaba en el gato que dejaba atrás, nadie podría ir a cuidarlo si no tenía a nadie más.


Entré en mi vacío espacio personal llamado apartamento. Por lo menos, ella tenía un gato que moriría en su ausencia.

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