martes, 13 de julio de 2010

Entre Uno y Otro. Tercera parte: Nada más que perder.

(Continua de: Entre Uno y Otro. Segunda parte: Hablemos, por favor.)

Otro
: Parecemos dos tontos. Dame un toque cuando estés allí. Perdóname, estoy un poco alterado.

Uno cambió repentinamente la dirección de su indeciso paseo que había retomado unos minutos antes y comenzó a escribir la contestación del mensaje mientras andaba, ésta vez con un paso más animado y un rumbo establecido.

Uno: Estoy de camino, en diez minutos estoy allí.

Cuando llegó a la cafetería acordada, entró buscando a Otro con la mirada, esperándole en una mesa sentado con uno de esos capuccinos que solía tomar. Al ver que no estaba allí todavía, se sentó en la barra pidiendo un cortado que sirvió la camarera rápidamente al no haber mucha gente. El ruido del molinillo de café enmudecía el programa de cocina que había en la televisión. Uno dejó el móvil al lado de la taza sin poder dejar de mirarlo, como si eso fuese a hacer que Otro llegase antes. La pantalla se iluminó súbita e inesperadamente avisando de un mensaje recibido.

Otro: ¿Dónde estás?

Uno: Sentado en la barra.

Uno miró a un lado y a otro, encontrando la misma gente que antes en la cafetería, era imposible que no le hubiese visto. El móvil sonó de nuevo justo al dejarlo sobre la barra.

Otro: Estoy en la puerta. No me atrevo a entrar.

Uno soltó unas monedas en la barra para pagar el café que no había tenido tiempo de beber y se dirigió a la puerta. Paró un momento sujetando el pomo, preguntándose si debe salir o no. Al final decidió empujar la puerta, el sol cegador le traicionó al salir desde la penumbra del café. Una silueta familiar que se distinguía al otro lado de la calle se acercaba. Atrás quedaron las mismas personas que antes, ignorando el mismo programa de cocina en la televisión así como lo hacían con sus vidas mutuamente, ajenos al número de mensajes que habían necesitado, entre Uno y Otro, para encontrarse frente a frente y quedarse mirando el uno al otro sin saber qué decir. El tiempo y la distancia les habían hecho olvidar cuanto se amaban todavía. No hubo más mensajes de texto, ni siquiera palabras. Se fundieron en un beso que significaba “Perdóname” y “Te quiero” al mismo tiempo.

Con el tiempo, aquellos mil ochocientos y pico caracteres repartidos en apenas quince mensajes significaron mucho más que simples palabras que volaban de un teléfono a otro, incluso más que aquel puñado de pixeles repartidos entre las pantallas de ambos que a punto estuvieron de decidir el camino equivocado.

Porque si una imagen valía más que mil palabras, un beso sincero valía más que todos los mensajes del mundo.

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