La perspectiva de no volver a verle era aterradora aunque era peor quedarse con la duda. Estaba convencido, esa noche se lo diría. No sabía bien qué palabras utilizaría, ni siquiera si iba a necesitarlas.
La escena nocturna, la hoguera y el alcohol ayudaron a hacerles sentir más cómodos que nunca el uno con el otro. Era como si el resto del grupo no existiese aquella noche, como si las olas estuviesen cantando sólo para sus oídos.
—Tengo que ir a mear, ¿te vienes? —dijo David.
Juan asintió serio, una parte dentro de él susurraba “éste es el momento”. No había razón para estar asustado, saliese bien o mal al día siguiente sus caminos se separarían. Se alejaron hacía las dunas de arena blancas, iluminadas por una luna llena de sugerencias. Desde donde estaban no veían a nadie, la brisa era suave y fresca, acompasada por el ruido de fondo del mar. Se miraron a los ojos fijamente, un par de veces. No eran capaces de articular palabra. Tímidamente, espiaron la polla del otro antes de terminar de mear. El silencio se convirtió en un refugio, se adentraron más allá en las dunas encontrando un sitio donde sentarse. Sostuvieron una mirada llena de deseo y miedo que les aceleró el pulso. Juan notaba los latidos retumbar en su cabeza cuando David acarició su cabeza pelona, se lanzó a sus labios casi seguro de que no iba a ser rechazado.
La luna ignoró a los amantes que se encontraron en la arena con sus miedos y sus dudas, con la piel suave y morena, con la lengua húmeda y hambrienta.
—No entiendo porque tienes esa cara mustia, ni que tuvieses que trabajar mañana por la mañana como yo —increpó el padre de Juan al día siguiente de regreso.
—Déjale, seguro que le da pena dejar atrás a los amigos del verano –intentó defender su madre ante la respuesta silenciosa de Juan—. Además, seguro que se deja a alguien especial, ¿o ya no te acuerdas de lo que eran los amores de verano?
—Pero si se ha pasado todo el tiempo siendo la sombra de David, así pocas chicas puede conocer uno.
El corazón de Juan se encogió un poco más pensando que cada kilómetro que recorrían le alejaba un poco más de David, y que cada vez que abría la boca su padre le separaba un poco más de la realidad de su hijo. Una sonrisa asomó en su cara, al menos ahora tenía una realidad que le pertenecía. Pensó en cómo terminaba el verano con un primer beso, un amor y sobre todo, una duda resuelta. Ahora lo veía claro, siempre había estado ahí e ignorarlo dejaba de ser una opción.
—Papá, David ha sido mi amor de verano. Anoche lo hicimos en la playa en la fiesta de despedida. Soy gay.
Se sumergió en un profundo sueño aliviado al soltar aquel peso que siempre había tenido encima. Poco le importaba que lo aceptasen o no. Los últimos cuatrocientos kilómetros le acercaron a su hogar, a su ciudad y sobre todo, a sí mismo.
Decirlo de manera improvisada siempre fue una buena idea. Hace que suene tan natural como el hecho en sí de ser gay.
ResponderEliminarMe encanta Jesús.
No dejes de escribir nunca.
Besotes.