sábado, 24 de septiembre de 2011

No me quieras tanto

Raúl salió de la casa para evitar que la discusión se calentase más. Fue al estanco de la esquina donde compró un paquete de Lucky Strike y un mechero rojo, elegido por la dependienta —por un momento tuvo la sensación de que estaba flirteando con él, una pena que llegase en tan mal momento—. Caminó hasta el parque con pasos tranquilos y cortos, como si supiese donde quería ir desde antes de poner un pie en la calle, hasta encontrar un banco apartado. Allí abrió el paquete de cigarrillos y encendió el primero de muchos, el que acabaría con tres años y medio sin fumar, los mismos que llevaba con ella.

Dejar de fumar fue tan sencillo a tu lado” recordaba con las primeras caladas. El humo entraba y salía de sus pulmones llenando su cabeza con un ligero mareo que se sentía agradable. Los recuerdos parecían inundar sus pensamientos, rememorando aquella primera cita en el instante en que se puso un cigarro en la boca.

¿Fumas? —dijo ella con una expresión a mitad de camino entre la repulsión y la decepción.

Bueno, en realidad estoy intentando dejarlo —titubeó él, en un intento de agradarla.

Al principio dejó de fumar cuando estaba con ella. Cuando quiso darse cuenta se veían todos los días y se había olvidado del tabaco por completo.

Su cabeza saltaba de un recuerdo a otro sin un orden aparente, mientras sostenía el mechero rojo entre sus manos y lo encendía aleatoriamente, sin apenas prestarle atención.

Este fin de semana he reservado una habitación de hotel para nosotros, así podremos dedicarnos un momento —disimuló la encerrona para pedirle irse a vivir con él con semejante regalo.

Ella no dudó un instante cuando se lo pidió mientras se daban un baño lleno de espuma y burbujas. Le daba tranquilidad y seguridad estar con él, aunque había muchas cosas que esperaba cambiar con el tiempo.

Cansado de recordar y sin encontrar un momento en el que viese que hubiese hecho algo mal, Raúl decidió volver a casa después de haber visto un número indeterminado de parejas paseando de la mano. Una niña que jugaba cerca del banco, rubia y con unos ojos azules embaucadores, le dijo adiós desde el carrito cuando se iba. Él sonrió haciendo un esfuerzo, la pequeña no tenía culpa de nada. El gesto que parecía insignificante le dio el valor necesario para no dejarse machacar. No creía haber sido el malo en todo este tiempo, al contrario. Por eso no entendía que recelase hacia su amor. Entendió que seguramente fuese ella la que dudase, no quería hacerle perder el tiempo, retenerla, evitar que conociese a alguien que la hiciese feliz si él no podía conseguirlo.

Entró al piso que habían compartido los dos últimos años sintiendo que los techos estaban más bajos que de costumbre. Al fondo, en la habitación, escuchó jaleo. Se acercó hasta apoyarse en el marco de la puerta mientras la observaba meter la ropa en una maleta.

Es la tercera vez que haces el numerito de recoger tus cosas. Espero que estés dispuesta a marcharte porque mi paciencia se terminó, no pienso hacer nada para retenerte.

Eso es porque no me quieres, ¿lo ves? Estaba segura de ello.

¿Este chantaje emocional significa que tú sí? Yo no sería capaz de hacerte algo así —sus ojos se empañaron de decisión y nostalgia, un nudo se le atravesó en la garganta terminando la frase abruptamente.

¿Ahora te vas a hacer la victima?

No, no quiero robarte el papel protagonista. Sólo espero que nunca te des cuenta del error que estás cometiendo hoy o te arrepentirás por mucho tiempo —le dio la espalda para encontrar fuerzas y terminar la frase—. Me voy un par de días para que puedas terminar de recoger tus cosas tranquilamente. Cuando vuelva espero que ya no estés aquí.

Espera, yo no quería terminar lo nuestro —la confusión se apoderó de ella sin darle tiempo a entender qué estaba pasando.

Claro, entonces las maletas las hacías porque te ibas de vacaciones.

No, yo solo pretendía…

Machacarme una vez más. ¿Y tú te atreves a cuestionar si te quiero?

Lo siento.

Yo sólo siento que sea tarde para disculpas.

Salió del piso y bajó los tres pisos de escaleras hasta aterrizar en la calle. Miró a un lado y a otro aturdido por el ruido del tráfico y echó a correr hasta llegar a una calle más tranquila. Las lágrimas se arrastraron por su cara quemándole los mofletes y acabó vomitando entre dos coches. Un señor mayor que pasaba cerca recriminó la actitud de la juventud en voz alta pensando que estaba borracho a las ocho de la tarde.

Se acabó —dijo en voz alta —. Por fin se terminó.

Se recompuso como pudo, limpiándose la cara con un pañuelo de papel, y se prometió a sí mismo que no volvería a dejarse machacar por nadie de esa forma. A partir de aquel día Raúl decidió que tenía que quererse más a sí mismo, para así encontrar a alguien que le ame de verdad, como él mismo era capaz de amar.

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